sábado, 23 de mayo de 2009




Siendo las tres de la tarde de un viernes, amenazaba con no llover, o mejor dicho, con llover un cielo lleno de estrellas.

Tomó el último sorbo de mate viejo y levantó el termo hasta verse reflejado en el lateral haciendo un ademán para chequear si aún quedaba agua. En realidad, no era un termo, sino una cantimplora de metal con tapa, de esas que se llevan de campamento. En su sección lateral, entonces, advirtió una mirada extraviada que lejanamente le preguntó: ¿Quién mira a quién?. Ahora ese termo encerraba la imagen de una mole. Una mole construida a sus espaldas: una construcción antigua, devenida en un falso templo del saber, ocupaba la ventana del reflejo dejando un breve espacio al cielo que amenazaba con no llover.
Y una imagen atrae a la otra … Y así un fulano lo saludaba desde una de las terracitas del "edificio que parece una catedral". Se estaba despidiendo para después vaciarse en el abismo, lanzándose hacia el césped mal cortado y huyendo de la mirada avispada del guardaparques. Y en la caída, palomas y ladrillos lo saludaban (al que caía).
Pero el verde no dejó sus huellas y en un instante (el que caía) se desvaneció para renacer asomado al balcón. Al balcón de la terracita del que miraba (no del que caía, que a esa altura ya no caía). A la terracita del que miraba en el fondo de la cantimplora devenida en termo. A la terracita del que miraba y al que miraban (como a esas cosas que nunca se alcanzan). Y mientras (el que ya no caía) lo miraba, sintió un sabor frío/amargo (el que miraba). Quizá por el amargor de la yerba. Quizá por el metal de la bombilla rozando los labios. Quizá por el terror a su teatro privado. Terror a sacar sus ojos de allí, darse vuelta y aceptar que todo había sido una mentira (o no).

Y terminó, ahora sí, el último fragmento de su mate que para entonces ya helaba.

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