lunes, 18 de febrero de 2013

Ryan Woodward



Hemos dicho que lo visible es siempre superficie de una profundidad inagotable: por eso puedo estar abierto a visiones distintas de la nuestra. Al realizarse éstas acusan los límites de nuestra visión de hecho, ponen de manifiesto la ilusión solipsista, que consiste en creer que todo límite sólo puede ser superado por sí mismo. Por primera vez, el vidente que soy yo se me hace realmente visible; por primera vez aparezco a mis propios ojos penetrado hasta el fondo. Por primera vez también, mis movimientos no van hacia las cosas para verlas o tocarlas, o hacia mi cuerpo, que las ve y las toca, sino que se dirigen al cuerpo en general y van por él (ya sea el mío o el de otro), porque, por primera vez, veo, por el otro cuerpo, que en su acoplamiento con el mundo el cuerpo aporta más de lo que recibe, añadiendo al mundo que veo el tesoro necesario de lo que ve él. Por primera vez deja el cuerpo de acoplarse al mundo, se abraza a otro cuerpo, aplicándose meticulosamente a él con toda su extensión, dibujando incansablemente con sus manos la extraña figura que a su vez da cuanto recibe, perdido fuera del mundo y de la finalidad, fascinado por el quehacer único de sostenerse en el Ser con otra vida y construirse el "fuera" de su "dentro" y el "dentro" de su "fuera". Y a partir de entonces, movimiento, tacto y visión, aplicándose al otro y a sí mismos, ascienden hacia su origen y, con la acción paciente y silenciosa del deseo, se inicia la paradoja de la expresión.


Lo visible y lo invisible, Maurice Merleau-Ponty, Seix Barral, 1970.